Sin pensarlo dos veces Fermín se
lanzó ladera abajo, cayendo y rodando entre troncos, piedras y maleza que le
golpeaban y le arrancaban la piel a jirones. Ya no sintió dolor, ni miedo, ni
cansancio hasta que llegó a la carretera, desde donde echó a correr en
dirección a los hangares del puerto. Corrió sin pausa ni aliento, sin noción
del tiempo ni conciencia de las heridas que cubrían su cuerpo.
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